de Miguel Murillo Gómez
“Badajoz, la Plaza Alta, tres
gatos y un soportal. Huele
a café de puchero y a Raya
gatos y un soportal. Huele
a café de puchero y a Raya
de Portugal”
(Carlos Lencero)
(Carlos Lencero)
Recostado sobre el banco que en su respaldo lucía los azulejos con la entrada del Rey Alfonso en Badajoz, el viejo saboreaba los débiles rayos de un sol perdido entre la bruma. Envuelto en su capote portugués y bajo la gorra de rebelde sureño, “El Rey del humo” acechaba semidormido la llegada de los clientes. No hablaba, nunca habló “El Rey del humo”. No hacía falta. Los años de oficio, los miles de encargos, los insultos, las entrevistas para los aburridos gacetilleros locales, las denuncias de los guardias, los reproches de borrachos intempestivos, las bromas de los niños, y siempre la presencia de curiosos que cruzaban ante él a diario, habían logrado un mutismo que se traducía en sabia destreza.
¿Para qué hablar? Todo era muy sencillo: llegaba una pareja de novios, un soldado con cara de niño abrazado a una muchacha triste, un anciano junto a su viuda, una mujer solitaria que esperaba el amor de cada mañana en el Paseo de San Francisco, un cadáver de oficina, la prostituta que buscaba la inmortalidad…Llegaban y se detenían un minuto frente al banco de los azulejos, el tiempo suficiente para que “El Rey del humo” cubriera el fondo del plato de loza con el hollín que se desprendía de un corcho ardiendo, tomara un mondadientes y dibujara en el hollín las siluetas de aquellas sombras fugaces. Luego, tras una rápida observación, “El Rey del humo” borraba con un trapo las siluetas y lo ofrecía para que cayera la moneda, el pago de su arte, la limosna. Siempre sin palabras, en silencio.
Recostado sobre el banco que recibía los débiles rayos del sol de invierno, “El Rey del humo” veía alejarse a las sombras, a las historias que un instante antes se habían visto reflejadas en siluetas fugaces. Y esperaba.
Esperaba aquella mañana fría de Enero. A su lado, envueltos en sus abrigos y bufandas, los borrachos, las señoras, los niños y niñas que olían a colonia, los soldados y las prostitutas inmortales, aguardaban entre músicas navideñas que lanzaba un altavoz, a que les dieran un pedazo de pastel de Reyes. Después del mediodía, cuando los barrenderos arrastraban los restos de la fiesta, “El Rey del humo” se levantó del banco con los azulejos del Rey Alfonso, dejó el plato de loza en el lugar que ocupaba, y se sentó en el banco de enfrente. Nunca antes lo había hecho. Jamás había cambiado su sitio en el Paseo y, menos aún, había dejado su plato lleno de hollín en tal soledad. Un curioso, ¿el cadáver de oficina? ¿yo mismo?, pasó por delante del banco y vio el dibujo, la silueta que adornaba aquel plato solitario, y miró, miré, y era su silueta, la silueta de “El Rey del humo”, sus barbas rizadas, su gorra de sureño, el cuello del capote alzado, la frente surcada por líneas oscuras. Y se alejó, me alejé, como cadáver de oficina, como soldado derrotado por la inactividad, como novia abandonada, dejando atrás aquel dibujo en el que clavaba los ojos su autor.
A la hora en la que dicen que murió Jesús o por la fecha, la hora en la que llegaron los Reyes Magos a Belén, o el Rey Alfonso a Badajoz, las tres de la tarde, “El Rey del humo” se incorporó, se acercó al banco de los azulejos, tomó el plato, miró su silueta, su propio retrato de humo y comenzó a borrarlo con el trapo. Y habló. Eran las tres de la tarde y habló “El Rey del humo”. Habló: “¡A tomar por saco!”. Y tras recoger sus bártulos, comenzó a caminar detrás de las sombras.
Dicen que por aquel tiempo, coincidiendo con las idas y venidas de mágicos Reyes cargados de regalos, sobre el carámbano de un río Guadiana de aguas negras, flotó un capote portugués. Salieron las barcas a buscar al ahogado, dragaron los canales laterales, aquellos que se perdían entre los caminos de los contrabandistas, y encontraron al señor Maneli tumbado sobre las agudas puntas de las cañas de bambú, las que afilaban como cuchillos los propietarios para defender sus posesiones interminables. Atravesado el pecho, sosteniendo un saco cargado con café, con regalos de plástico para los niños que olían a colonia, medias de cristal que las prostitutas inmortales le pedían y que ahora se llenaban de tímidas ranas, y anillos falsos para las novias engañadas, Maneli tampoco hablaba. ¿Para qué? Nunca habló. Los años de oficio, las carreras ante las brigadas de carabineros, los mordiscos de mastines crueles, el dolor del hambre, la muerte del hijo en la guerra de Angola, la impiedad de aquellas vírgenes que se aparecían en la noche entre las encinas para iluminar los caminos a los sabuesos insaciables de Salazar que torturaban a pastorcillos, la miseria…le habían adiestrado en el oficio, y le habían sellado los labios. Nunca hablaba Maneli, era silencio. Y en silencio, después de atravesar el río negro, esperaba en San Francisco, dibujando siluetas de humo, a que el hollín de la noche le protegiera. Hollín de corcho ardiendo y de agua negra teñida con café de contrabando. Flotaba el plato de loza junto al cadáver de Maneli en el canal que cruzaba las cañas de bambú y las adelfas.
Flotó el plato de loza aquella noche en la Plaza de Jemaa Fna, cuando el viejo que ofrecía caracoles tropezó y cayó sobre un charco de agua negra. Al lado, junto a sus manos negras, un viejo gorro de rebelde sureño que recogió apresurado antes de perderse en las callejuelas de un Marrakesh que olía a hollín y a café espeso.
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